Los secretos de Turbaco están guardados. Muchas de las primeras plantas del Nuevo Mundo que clasificó Linneo en Upsala, son del bosque de Turbaco. Bajo el caracolí que se estremece bajo los vientos de octubre en el Jardín Botánico Guillermo Piñeres, estuvo hipnotizado de felicidad Alexander Von Humboldt. Los hormigueros que no cesan en el jardín fueron estudiados por José Celestino Mutis. Bajo el viento turbaquero que el poeta Donaldo Bossa Herazo llamó “vuelo arrullador de arcángel”, herborizaron Bonpland, Humboldt, Armando Dugand y Romero Castañeda, arboledas que al atardecer hubieran podido conmover al pintor inglés Turner.
Los ojos de agua despiertos hace siglos, fueron el primer acueducto de Cartagena de Indias. En la vieja y legendaria casona de las tejas que está en la plaza, sede de la Alcaldía, vivió el virrey Antonio Caballero y Góngora, cuando Turbaco era la sede alterna del Virreinato. Muchos de los virreyes no podían vivir en Bogotá, y se les recomendó siempre el clima y el agua de la región. En esa misma casa del virrey, vivió el excéntrico dictador mexicano, el general Antonio López de Santa Anna, que pasó a la historia primero por masacrar a los secesionistas tejanos en el fuerte del Álamo, y luego por su derrota en la batalla de San Jacinto, cerca de Houston, y por entregar todo el territorio de Texas y California, en cercanías con los Estados Unidos. En Turbaco dejó el recuerdo de un tipo bonachón, consagrado a la tierra y a la pelea de gallos y como restaurador de la iglesia y de algunas casas del centro del pueblo. Al general le amputaron la pierna derecha, se hizo una de palo, pero hizo honores militares a su pierna. La pierna fue llevada en un ataúd inmaculado y las plañideras soltaron un mar de lágrimas como si el muerto fuera el mismo general. ¿Cuántos secretos se llevaba esa pierna del general? ¿Cuántas caminatas y agobios y retozos amorosos?
La casa que le fascinó al llegar a Turbaco era la misma que había vivido y comprado el arzobispo y virrey Caballero y Góngora, la encontró en ruinas y la restauró con tejas españolas. Siempre se llamó esa casa de manera burlona “La casa de tejas”. Además, compró un terreno que bautizó “La rosita”, en donde se dedicó a sembrar. Restauró la iglesia del pueblo, el camino real entre Cartagena y Turbaco y mandó a hacer su propio mausoleo en Turbaco. No había cementerio en la población, según su propia memoria, y él impulsó su construcción. Sobre ese general de pierna de palo he escrito una crónica.
En una casa de la Calle del Coco se alojó el general Bolívar antes de su fatídico éxodo a Santa Marta, derrotado y enfermo. Turbaco y Torrecilla fueron cuarteles generales de Bolívar y Morillo. El coronel Francisco Morales y su hermano Antonio, ambos turbaqueros, fueron protagonistas del Florero de Llorente el 20 de julio de 1810. El patriota y alcalde Pedro Antonio García es el primer turbaquero fusilado por Morillo en la Plaza de la Merced.
La sola historia secreta de Turbaco podría ser la ruta para los viajeros. La que nos lleva al Jardín Botánico, pero también a los escenarios donde pasó Bolívar, Manuelita Sáenz, a la plaza donde murió Juan de la Cosa, la casa donde vivió José Ignacio de Pombo, la casa donde vivió uno de los hijos del poeta Luis Carlos López, entre otras casas. Y del paisaje y el descubrimiento de los volcanes de lodo que están a la salida a Cañaveral, el peregrinaje de lo intangible: a la música y al porro “Fiesta en Turbaco”, de Alberto Morales Betancourt, el reconocimiento de la cultura viva de los turbaqueros, como el Festival de la Caña que se realiza en enero, la celebración de Semana Santa, el Festival de Voces y Versos de la Colina, en junio, el Festival del Barrilete, el Festival de los volcanes de lodo, y para viajeros contemplativos: divisar a Cartagena desde la ruta de Aguas Prietas, un mirador natural.
Me sorprende ver en la plaza de Turbaco un enorme caucho de más de sesenta años con sus raíces aéreas mutiladas por la vecindad. Y un enorme monumento a una piedra traída desde Santoña para honrar a Juan de la Cosa, el primer cartógrafo de América, quien murió alcanzado por las flechas envenenadas de los indígenas yurbacos. La gestora cultural Juana Nataly López, me comparte el libro monográfico sobre Turbaco, escrito por el historiador Alberto Zabaleta. Me recuerda que en Turbaco hay un cementerio de ingleses que trabajaron en el ferrocarril, y aunque ha sido saqueado, hay señales suyas entre la maleza. La otra ruta es el sabor del mamey y el olor de los “gíngeres” rojos y los bastones del emperador que se exportan desde Turbaco para las fiestas y ceremonias de Cartagena y el mundo. El atardecer huele a chicharrones y a empanadas con huevo, y la plaza se llena de viejas vendedoras que preservan una tradición. Entre la ruta de la historia, el paisaje con su bosque antiguo, sus jardines, sus volcanes de lodo, y la ruta de la cultura contemporánea, hay un camino para compartir entre propios y extraños. Turbaco está en las cartas íntimas de Humboldt y Bolívar, en las cartas de los virreyes y en las cartas de los gestores de la Independencia. Falta una señalización, una nomenclatura de ensueños de la historia que revitalice paisajes, escenarios y episodios de nuestra historia. Y una salvaguarda de los viejos caracolíes que conmovieron a los viajeros europeos del siglo XVIII y XIX. La sola historia del general con su pierna de palo podría ser el gran pretexto para conocer una buena parte de la historia estrafalaria de los dictadores latinoamericanos. Pero hay mucho por conocer y descubrir de esta tierra vecina y tan cercana a Cartagena. Las nuevas generaciones de turbaqueros podrían seguir la pista de una historia aún por contarse: el embrujo de los misioneros y los sabios de la que hablaba Bossa Herazo. La llegada de Pedro Claver a Turbaco. Los días de la historia que guardaron a Bolívar en el aparente remanso de una tierra deslumbrante y perseguida por los conquistadores. Aquel espíritu guerrero de los indígenas tal vez duerma en el alma del tiempo, y la belleza de las mujeres turbaqueras guarden la silueta de las primeras mujeres: altivas, discretas y misteriosas, que ahora retrata en carboncillo Arnaldo Pájaro. El peregrinaje apenas empieza. La primera puerta se abre al paisaje y a los bosques. La segunda puerta, a la historia con todos sus hallazgos y sorpresas. La tercera, son los nuevos ritmos vertiginosos de la ciudad contemporánea y los milagros de una existencia cultural que batalla contra lo episódico y busca la sostenibilidad de sus iniciativas públicas.
Turbaco es un tesoro guardado.
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